“Yo Tuve un hermano” escribió Julio inspirado en Ernesto. Y la expresión unió por siempre a los dos argentinos universales: Cortázar y El Che. La frase se quedó conmigo y, aguijoneado por nostalgias y envidias en similares proporciones, repasé la lista de mis amigos, en medio de los cuales –muchos y muy buenos- ubiqué a mi hermano Miguel Ángel Granados Chapa.
Sí, yo también tuve un hermano. Nacimos cuando los arrullos maternales intentaban acallar los estruendos de la Segunda Guerra Mundial, crecimos arropados por los buenos modos de las familias de entonces, para mi fortuna, nos encontramos lo mismo en las escalinatas de la preparatoria pachuqueña con los libros bajo el brazo que corriendo en las pistas de atletismo en pos de superarnos a nosotros mismos; también, nerviosos y plenos de orgullo noviando en parques y callejuelas pachuqueñas.
Los amarres de las amistades juveniles suelen ser para toda la vida y justo hasta unos días antes de su muerte “caminé a ratos cerca de su sombra” ¡Qué enorme privilegio! Compartimos los tiempos de los desayunos suculentos y con el mismo placer y sin queja devoramos los austeros a los que la salud obligó. Miguel Ángel inundaba las charlas, con la alegría de su buen humor, mientras las canciones, el cine y la literatura nos servían de pasaporte para los recuerdos en los que habitaban amores que muchas veces existieron solo en nuestros sueños. El anecdotario interminable del mundo de la política, de manera rigurosa ordenado en el muy dotado cerebro, reclamaba más y más tiempo de sobremesa y en ocasiones la última ronda tenía como escenario el tugurio de Paquita la del Barrio lo mismo que el duelo de recuerdos musicales con Paco Jara.
La reseña de nuestros viajes encontraba en el otro un genuino interés, que casi siempre desembocaba en la visita futura a los lugares platicados. La culminación de ese mundo fue el peregrinaje con nuestras respectivas parejas a la Francia que se vestía de gala celebrando el bicentenario de su independencia. Pero lo mismo estuvimos, durante un puñado de ilusionados y frenéticos días en cada rincón de nuestro hermoso y esquilmado terruño hidalguense. Generosidad fue el sentimiento que desparramó Miguel Ángel cuando relegó, en buena medida, la trascendencia de su hacer periodístico por esperanzar un poco a nuestros paisanos sumidos desde siempre en la sed de justicia, el hambre de conocimiento y el hartazgo del engaño político.
Grande como era, no desdeñó el ocuparse de los pequeños de intelecto, de miras o de valores. Sin parar mientes los combatió con la fuerza poderosa de su palabra. Los Figueroa, Zorrilla o Sosa pudieron baladronear de seguir disfrutando lo mal habido o de quedar impunes ante las violaciones consumadas contra la ley, pero la condena pública que Miguel Ángel personificaba los siguió como mancha indeleble de por vida.
Y qué decir del hermano al que el Leviatán de la enfermedad no daba tregua, mientras impertérrito seguía a pie firme las incidencias de la audiencia del juicio, al que la felonía nos tenía atados. Era la defensa de la libertad de expresión; ahí tenía que estar. Ahí estuvo.
Hoy, cuando a tantos la mitad de la vida los encuentra colmados de riquezas de malas maneras habidas, o cuando a otros los bancos del mundo no les alcanzan para esconder los dineros cuya propiedad jamás podrán explicar, yo recuerdo con orgullo haber podido contemplar la austeridad del menaje personal que dejaba tras de sí mi amigo, mi hermano, que en su grandeza nunca necesitó más.
“Dar cumplimiento”, la divisa heredada de su madre, fue su convicción inquebrantable. Cuando la consideró cumplida, pudo entonces esbozar la tranquila sonrisa con la que acudió a su encuentro con la muerte. Es decir, tras la desaparición de una parte de su vida, el resto de ese ser ejemplar sigue con nosotros en cada palabra, en cada pensamiento, en cada remembranza. Por eso me congratulo al decir: Yo tengo un hermano.
Alfredo Rivera Flores